martes, 26 de mayo de 2009

Un pueblo (3)


Decíamos que el Filósofo vive cerca de un pequeño pueblo.

Un pueblo que ya he descrito.

Hoy os contaré algo más.

El párroco se llama don Mariano, y anda ya para cumplir los sesenta.

Apareció una tarde de otoño, en el autobús de línea, hace tantos, tantísimos años, que ni los más viejos del lugar lo recuerdan con seguridad.

Poco a poco se fue haciendo un lugar entre la gente.

La verdad es que su carácter, manso, callado, sencillo, amable, ayudó mucho.

En esta tarde de mayo, aunque hace un poco de viento, se sienta a la puerta de la rectoría, y mira a lo lejos, al horizonte, mientras va cayendo la tarde lentamente.

Saluda a los que lo saludan, intercambia unas palabras, y luego, de nuevo, vuelve a sus pensamientos.

Hace unos pocos años, tres o cuatro, murió su madre, que vivía en la capital.

D. Mariano le insistía continuamente en que se fuera a vivir con él, para que no estuviera sola.

Ella, se obstinaba en no querer abandonar su sencilla vivienda, tan llena de recuerdos, de fotografías en las paredes, el viejo aparato de radio que amenizaba sus solitarias veladas, el televisor pasado de moda que llevaba años ovidado, como si no hubiera existido nunca...

Con todo, su hijo la visitaba una vez por semana, y ella le preparaba sus platos preferidos, ese postre tan rico, y le ponía en las manos una caja de pastas caseras.

-Para que desayunes después de la Misa...

Y él, obediente, volvía a su parroquia tras besar sus mejillas de viejecita enlutada...

En una de las últimas visitas, mientras permanecían sentados uno frente a otro en el saloncito, su madre le dijo:

- Marianito, estoy muy cansada...

- Claro, no dejas que nadie te ayude... Vente conmigo y estarás mejor atendida que en ninguna parte...

-Ay, no, que se secarán las flores, y el canario tiene que comer y hay que cambiarle el agua todos los días...

Era su forma de expresar que quería pasar allí sus últimos días.

Que amaba las estancias vacías, la cocina anticuada, el balcón junto al que se ponía a repasar la ropa, y desde donde se veía la sierra...

El último viaje que hizo D. Mariano, fue una despedida...

Su madre comenzó a encontrarse mal.

Llamó al médico, ese médico de la familia que seguía ejerciendo su labor, subiendo y bajando escaleras, atendiendo a sus enfermos y visitando a sus amigos aunque no lo necesitaran.

-Mira, Mariano, se está apagando...

Y, acongojado, con el corazón dolorido, obtuvo permiso de sus superiores para atender a su madre hasta el final.

Fue cosa de pocos días.

La viejecilla se apagó como una humilde velita consumida, y partió hacia otros lugares más luminosos y duraderos.

Sus ojos se cerraron y su último gesto fue una dulce sonrisa...

Que el sacerdore recogió en su memoria como el regalo más valioso que hubiera recibido jamás.

Cerró el piso, dejó las llaves a una vecina de confianza, y volvió a su parroquia...

El tiempo ha ido mitigando el humano dolor, pero cada día, tiene una oración para ella.

Anochece, y D. Mariano, como todos los días, pasea por el pueblo con las manos en los bolsillos de la sotana.

- Eso de vestir de "paisano" no me gusta del todo... Además, la sotana es más cómoda...

Un puñado de chiquillos interrumpe su paseo.

-Don Mariano, Don Mariano..!

Y el cura les reparte caramelos y golosinas, porque ya sabe que es eso lo que quieren. Luego, se van corriendo, como eleva el vuelo una bandada de gorriones.

Y él, emprende el camino de la rectoría, porque ya es de noche.

D. Mariano ha bautizado, ha dado la Comunión a niños y enfermos, ha casado a todas las parejas que así lo quisieron, y ha acompañado a su último lugar a quienes fueron llamados a la otra vida.

Sabe mucho, quizá más que muchos pensadores, sobre la vida, el amor y la muerte.

Lo ha aprendido de sus gentes, a fuerza de vivir con ellos, de compartir sus vidas, sus ilusiones,

sus penas y alegrías...

Algunos dicen que es un santo... Algunos le han dicho que es un santo...

-¿Santo yo? Que Dios me perdone... No, no, yo no soy un santo ni lo seré nunca...

- Que sí, que hasta el obispo lo dice, que usted merecería ocupar su lugar...

Y D. Mariano no quiere ni pensarlo...

Es feliz donde está y siendo lo que es...

Llegado a la rectoría, abre la puerta, que nunca cierra con llave, se prepara una ligera cena, y se sienta en un viejo sillón a leer el periódico...

Y se acuesta cuando siente que el sueño comienza a vencerlo, con una oración en los labios y muchos recuerdos en la mente...



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