lunes, 16 de diciembre de 2013

"EL RETORNO DE MC MAKHARRA", Capítulo 2.


2

En los días que siguieron a su llegada, Mc se vio en la obligación de saludar, (aunque esa no era, ni mucho menos, la más destacable de sus intenciones), a todos cuantos se aproximaron a él, con talante amistoso, y cierto aire de timidez… Propio de quienes se sienten un tanto cohibidos ante la presencia de alguien que se fue, y que, al cabo de los años, reaparece, con su aura de leyenda sobre los hombros…

Algunos, con los que en su infancia, adolescencia, y el poquísimo tiempo de su recién estrenada juventud, conviviera más estrechamente, se aventuraron a visitarlo en su casa… 

Lo que obligaba a Mc a disculparse continuamente, porque, la verdad, el polvo y las telarañas estaban bien instalados en el caserón.

Aunque armado de escoba y fregona, intentara poner un poco de orden, no había conseguido gran cosa.

Aprovechó la oportunidad, para dejar caer que la casa necesitaba un buen repaso, y que estaba dispuesto a pagar bien, a cuantas féminas del lugar estuviesen dispuestas a que su vivienda recuperase el aspecto de “habitable”.

Mientras, entre saludo y saludo, todos le daban alguna noticia, y, así, pronto se hizo cargo, de que, el pequeño pueblo de la llanura, apenas había sufrido cambios.

Sí, Fulano se había construido “una buena choza, hasta con piscina”, y eso se decía como si el tal Fulano, hubiera llegado a tocar las mismas puertas del Cielo.

El de la Gertrudis, que parecía tonto, vivía como un marqués, a costa de la estación de servicio que supo montarse a pulso, (y unos dineros de su madre…).
Además, se había casado con la hija del propietario del único taller mecánico de la población. “¡Guapa chica…!”, admitió Mc, aunque de sus labios no salió el menor comentario…

Que “la Rosita”, se fue a estudiar “para maestra”, y que, ahora, estaba establecida en un pueblo de La Rioja, casada con un compañero de profesión, y ya con tres hijos…

En fin…

Salvo por los muertos y por aquellos que se fueron a la capital de la provincia, o a la urbe junto al Ebro…, todo seguía más o menos igual…

Alguno, más aventurero, campaba por Madrid, pero Madrid es muy grande…, y no, no se había encontrado con nadie…

(“¡Afortunadamente…!”).

Cuando le preguntaban, un tanto de refilón, y con cierto aire de broma, para quitarle hierro al asunto, si pensaba quedarse, Mc, esbozando una sonrisa, se encogía de hombros, y, mirando a la lejanía, daba a entender, sin necesidad de palabras, que, o no lo sabía, o no se lo había planteado…

Una mañana, llegó un escuadrón de mujeres, con “traje de faena”, y Mc, un tanto horrorizado, le entregó las llaves a la que parecía ser la que llevaba la voz cantante, una lugareña de rostro agradable, ya en la cuarentena, que no hablaba demasiado, y a la que indicó, con un ademán, que la casa era suya…

Ella, sólo preguntó si la fragua y el horno también había que adecentarlos…

“¡Primero la casa…!”, puntualizó Mc. “Luego, ya hablaremos…”.

Les indicó, que, si querían, podían ir a comer a cualquiera de los dos bares del pueblo, amén de cuantos refrescos desearan, y cuantos bocadillos fuesen necesarios para que no hicieran “agujero”.

Y, montando en la “Harley”, se perdió por esas carreteras…

Regresaba al anochecer, cuando la tropa femenina se desperdigaba para hacer cenas y atender a críos y maridos… Sólo quedaba “la Jefa”, como apodó a la líder, que siempre se quedaba a esperarlo, sentada en una silla, más maltrecha por  soles, lluvias y fríos, que por el tiempo mismo…

“Ahí se sentaba mi madre…, después de todo el día de trafagar en el horno… Luego, cuando mi padre salía de la fragua, limpio y aseado, ella iba a su encuentro, se sonreían un instante, y se metían en casa… Yo…, detrás..., con un libro en las manos…”

“¿Cómo ha ido el día…?”, le preguntaba Mc. Y ella, con el cansancio reflejado en el rostro, respondía: “Se sabe cuándo se empieza…” Era suficiente explicación para que se diera por enterado de que, semejante casa, no era tarea fácil dejarla “como los chorros del oro”.

Sin embargo, Mc notaba que día a día, su casa iba tomando lustre, y que su cuarto, sobre todo, estaba siempre arreglado y ventilado, la cama hecha, cada cosa en su sitio…

¿Quién de ellas se ocupaba de lavar su ropa interior, los calcetines, las pocas camisas y los dos o tres pares de pantalones, que metió, junto con otras cosas de las que nunca se separaba, en las alforjas de cuero de la “Harley”?

“Necesito más ropa…”

Se hacía el firme propósito de ir hasta "la capitalica", pero nunca se decidía...

Al final, las mujeres, dieron su labor por terminada, y Mc, que aunque era un bicho de cuidado, tenía el alma generosa, las invitó a una opípara comida en su propia casa.

Con el dinero que les proporcionó, compraron cuanto estimaron oportuno, y tomando por asalto la recién recuperada cocina, elaboraron culinarias maravillas, y, en compañía de Mc, se pusieron las botas.

“¡Buen saque tienen…! ¡Pero…, no hay ni una de menos de cuarenta…!”

El caso es que, a los postres, con alguna, e inevitable, copa de más, se reían a carcajada limpia, y él, coqueteaba con todas, y para todas y cada una, tenía frases ingeniosas, de doble sentido, algún dicho picante, y más de un chiste subido de tono… Se lo pasaron en grande, y el propio Mc no recordaba haberse divertido tanto y tan sanamente, desde hacía mucho tiempo…

Cuando ya se iban, al cabo de la tarde, les fue entregando sendos sobres, y se sintió muy dichoso viendo que ponían unos ojos como platos, al comprobar lo bien que había recompensado sus esfuerzos…

Sólo se quedó  “la Jefa”. Y mirándolo fijamente, le dijo, así, de sopetón: “Lo hubiéramos hecho gratis…, gratis..., sí…, sólo por la memoria de su madre, que era una santa…”

Ante la perplejidad de Mc, salió corriendo en dirección al pueblo.
La luna, brillaba sobre la llanura…

 Y Mc tuvo un sueño: Caminando por una senda, contemplaba una frágil figura, que se aproximaba lentamente… Y que, por esos extraños caprichos de los sueños, le parecía que nunca iba a encontrarse con él…

 “-¡Mi niña…! ¡Mi niña…!”, murmuró, como si fuera un lamento…

“-¡Mi niña…!”

Pero sólo escucharon su trémulo quejido, las sombras de la fría noche de noviembre…







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